Spain is different? Turismo, indignidad y conflicto de intereses

Carolina del Olmo

Durante ciento cincuenta años nos han envanecido con la virilidad del trabajo, con el cuento del hombre domando el hierro, el proletario en mono azul canalizando la materia en fusión. Y, ¿ahora? Echa un vistazo a los forzudos: están a punto de transformarse en muñecos de dibujos animados. Siempre vestidos de azul, eso sí, pero añadiéndoles unas orejas largas y ¡una borla en el culo! Toda una región dispuesta a vivir de rodillas recogiendo los cacahuetes que les arrojarán los turistas… No me queda más que la esperanza de que aprendan el camino del odio… Sólo eso les puede salvar.

–Didier Daeninckx, Playback.

1- El turismo como espejo del alma (social)

Sorprende comprobar cómo un fenómeno tan bobo en apariencia como el del turismo no sólo constituye uno de los pilares de la economía mundial sino, también, un espacio privilegiado en el que muchos aspectos y tendencias de nuestra realidad se muestra con una especial forma de desnudez y revelan, al verse allí reflejados, una cualidad común: desde la honda tristeza del hombre de campo al que «Europa» ha obligado a vender sus vacas y a vivir del turismo rural hasta el orgullo pisoteado del trabajador industrial urbano obligado a insertarse en un sector servicios en el que el término proletariado ha perdido hasta el último atisbo de la nobleza que en otro tiempo tuvo, pasando por las calles del Gótico barcelonés abarrotadas de borrachos coreando consignas futbolísticas que aprovechan cualquier rincón para desahogar sus vejigas, todo lo que tiene que ver con el turismo revela un grado sorprendente de indignidad. Hasta una institución como la museística, tantas veces criticada por servir de casposo cofre del tesoro burgués, recobra, a toro pasado, cierto decoro cuando se la compara con los centros comerciales que, bajo la rúbrica de «museo» o «centro de arte contemporáneo» y al abrigo de las estrategias de promoción turística, proliferan por todas las ciudades y pueblos del Estado en una ciega lucha por cazar al viajero incauto como si el lema «ningún pueblo sin su museo de arte contemporáneo» se hubiera grabado a fuego en las mentes de alcaldes, consejeros y demás «visionarios» de la renovación urbana.

Y sin necesidad de acudir a los extremos del turismo sexual, ¿qué otra cosa más que indignidad revela la sorprendente infantilización que están sufriendo las actividades relacionadas con el ocio y el turismo, tareas que compiten con el trabajo para robarnos nuestro escaso tiempo de vida? Piensen en la moda de los cruceros «baratos» donde, al parecer, te encierran en un camarote minúsculo y sin ventilación durante quince largos días, o en la proliferación de la figura del animador de hotel, cuya función es poner a jugar, bailar, competir y, en definitiva, hacer el más absoluto ridículo a personas adultas embotadas por el tedio, el consumismo, la propaganda y el agotamiento que provocan las jornadas laborales imposibles. Y qué decir de las colas kilométricas ante las puertas de determinados museos, en las que miles de personas con aire feliz y semiausente parecen a punto de romper a gritar: «¡cultura!, ¡cultura!», cual hooligans de las bellas artes. Hasta las novelas en las que James G. Ballard se ha ocupado del fenómeno turístico (pienso, por ejemplo, en Noches de cocaína) rezuman cierto optimismo cuando se las compara con la cruda realidad de las ciudades de vacaciones al estilo de ese engendro llamado Marina D’Or[1]. En los complejos vacacionales de Ballard, al menos, la gente se aburre mortalmente (de hecho, se aburren hasta el extremo de que acaban por convertirse en asesinos o por confesar crímenes que no han cometido, con tal de «hacer algo»): es ese tedio lo que les devuelve un cierto grado de decoro del que, en cambio, carecen los que lo pasan en grande jugando al golf o yendo de safari por Kenia.

En muchas ocasiones se ha criticado el turismo por constituir un acercamiento descafeinado a realidades distintas y distantes, por ofrecer una experiencia inauténtica al viajero, que no llega jamás a entrar en contacto con el Otro ni a experimentar el abismo cultural. Obviamente, eso es lo de menos. En realidad, lo normal es que el turista consiga lo que quiere: pasar un buen rato y hacer unas fotos sintiéndose a salvo. Y si lo que quería era otra cosa, no haber acudido al mercado en su busca.

El problema no está del lado de la experiencia del turista sino del de la perversión que sufre el lugar de destino. En la mayoría de los estudios sobre turismo se destaca como una de las principales ventajas del crecimiento del sector su contribución al desarrollo no sólo económico, sino también social, político e incluso moral de los lugares de destino. Y, sin embargo, a poco que se preste atención, se descubre que el turismo mancilla todo lo que toca. Ejemplos extremos de este tipo de degeneración inducida serían Cuba y Auswitzch. En Cuba, uno de los pocos lugares del mundo en el que la escasez material real es la causa de la pobreza de la población, los imperativos del mercado de divisas obligan a mantener perfectamente abastecidos unos reductos de pompa y boato de exquisito mal gusto que no pueden sino herir la vista de cualquier persona mínimamente sensata y provocan un daño incalculable en el imaginario social de una población a la que el adjetivo «digna» todavía le encaja como anillo al dedo. En el campo de exterminio de Auswtizch, la apremiante necesidad de conservar la memoria de la barbarie se ve obligada a lidiar con algo tal vez más dañino que el olvido: la disneyficación que produce el constante flujo de turistas que se empeña en fotografiar una y otra vez con cámaras digitales, teléfonos móviles y otros artilugios una realidad brutal que parecen querer conjurar convirtiéndola en otra escena de película de nazis.

En definitiva, cuando un lugar se convierte en destino turístico entra a formar parte del circuito de las mercancías y el problema no es tanto el de la eventual insatisfacción del consumidor (allá él), cuanto el de la transformación que sufre el lugar mercantilizado y, sobre todo, los indecibles prejuicios que ocasiona esta mutación en quienes acostumbraban a tratar con ese lugar en un plano no mercantil: sus habitantes.

Jesús Ibáñez definió el proceso por el cual los productos mercantilizados en la sociedad de consumo terminan convirtiéndose en signos, en simulacros de sí mismos, a través de un desarrollo que incluye la serialización y la homogeneización, el deterioro del material original y la manipulación de la imagen del producto hasta el punto de que deja de tener que ver con la realidad que tiene detrás[2]. Y si ese proceso le resta al zumo de naranja toda su dignidad hasta convertirlo en una Fanta, en el caso de ciudades, monumentos, pueblos y regiones la transformación es igualmente nefanda y el resultado igualmente «falso»: la imagen positiva que se vende de un lugar no tiene por qué tener nada que ver con el tipo de vida que se lleva en ese lugar. Y aquí ya no me estoy refiriendo sólo al ámbito cultural o simbólico: otra de las grandes promesas del turismo, que los más diversos analistas destacan como la principal impulsora de las estrategias de gobiernos y elites urbanas, es la creación de empleo.

Los más optimistas consideraban, allá por los años ochenta o noventa, que la precariedad, la estacionalidad, los bajos sueldos o la falta de afiliación sindical que caracterizan la mayor parte de los puestos de trabajo del sector no eran más que características de una industria joven, que irían mitigándose con los años[3]. Sin embargo -y en España de esto sabemos mucho- pasados los años y relegado al olvido cualquier motivo para el optimismo, la industria turística, con sus «peculiaridades» en el campo del empleo, se nos aparece, más bien, como el paradigma de la madurez capitalista, como el fin al que tienden el resto de sectores económicos. ¿Qué otra cosa revela, por ejemplo, la proliferación del trabajo a domicilio o de las cooperativas sobreexplotadas de las que se sirve esa parte de la industria textil que aún no se ha deslocalizado, más que la convergencia con el «estilo laboral» del sector turístico y del ocio? Y, de nuevo, la indignidad aparece como una de las características más acusadas de los últimos peldaños de la escala de empleos del sector turismo y de los servicios en general. Está feo decirlo, pero lo cierto es que hay trabajos y trabajos. En los McDonalds de Nueva York, ancianos que debían estar disfrutando de una merecida jubilación tienen como única tarea recoger las bandejas de los clientes que, por un motivo o por otro, no han querido plegarse al mandamiento del do it yourself que impera en gasolineras, fruterías de supermercados, restaurantes de comida rápida y tiendas suecas de muebles. Los que aparcan los coches en los restaurantes, los que hacen las camas en los hoteles, los que viajan de uniforme en las líneas aéreas de bajo coste son figuras imprescindibles para el sector pero son, al mismo tiempo, individuos perfectamente sustituibles por los que nadie va a dar un duro más de lo que valen.

2- El caso de Nueva Orleáns

Son los mismos que no lograron salir de Nueva Orleáns a tiempo de escapar del Katrina ya que, ni simultaneando dos empleos de este tipo se puede ahorrar un céntimo para el coche o la gasolina ni apenas sobrevivir, como demostró recientemente la periodista estadounidense Barbara Ehrenreich[4]. Puede parecer absurdo, pero lo cierto es que los negros pobres y en su mayoría obesos que quedaron atrapados en Nueva Orleáns, los engranajes más débiles de la maquinaria turística que tan bien estaba funcionando en los últimos años en la ciudad, fueron víctimas de un conflicto entre elites empresariales o, más en general, de la contradicción entre los intereses de la clase capitalista y los intereses de los capitalistas individuales, en un sorprendente giro de la realidad para amoldarse a las versiones más burdas del marxismo.

En Nueva Orleáns el turismo siempre había sido un pilar fundamental de la economía, pero sólo a partir de los años setenta, y gracias al decidido impulso de empresarios y consorcios público-privados, se convirtió en el sector dominante, por encima de la industria química relacionada con el petróleo y la industria portuaria, pasando a ser la principal fuente de trabajo del área metropolitana. Entre 1969 y 1998 el empleo en el sector turístico se incrementó radicalmente hasta llegar al 29% en 1999, al tiempo que desaparecían los puestos de trabajo fijos y mejor pagados de las demás industrias. La mayoría de estos nuevos empleos son estacionales, de baja cualificación, mal remunerados y con un nivel prácticamente inexistente de sindicación[5].

Por mucho que las elites urbanas de la ciudad hayan interpretado esta transformación como progreso, lo cierto es que ha venido acompañada de un sorprendente incremento de la pobreza y de la intensificación de otros problemas sociales, incluida, para desesperación de los promotores del turismo, la criminalidad. La ciudad pierde población y la ganan los suburbios y, desde 1960, la proporción de habitantes negros y blancos en el núcleo urbano se ha invertido, pasando de un 62,5% de blancos en 1960 a un 67,3% de negros en 2000. En 1995, más de la mitad de los niños de Nueva Orleáns vivían bajo el umbral de la pobreza y, según un estudio reciente, la tasa de población trabajadora considerada pobre es del 25%. El gasto social ha sufrido recortes drásticos y hay innumerables escuelas y otras infraestructuras en estado de semiabandono. Según cuenta K. F. Gotham, en la ciudad abundan las pintadas y pegatinas irónicas con eslóganes del estilo: «Nueva Orleáns: somos el Tercer Mundo y estamos orgullosos de serlo».

Naturalmente, los folletos propagandísticos no dejan entrever esta situación, a la que se ha llegado tras tres décadas de aumento constante del número de visitantes. El fortísimo incremento, año tras año, de los ingresos por turismo, que ha engrosado hasta extremos nunca vistos las cuentas empresariales y las arcas públicas, se ha simultaneado con un empeoramiento radical del nivel de vida de la población. Y en cuanto a aquellas atracciones «dignas de verse» sobre las que se edificó el emporio turístico, pronto comenzaron a resultar bastante indignas: hace ya años que las carrozas de los desfiles del Mardi Gras, el famoso carnaval de Nueva Orleáns, son anuncios rodantes de Coca-Cola, McDonalds y otras compañías.

Y si las cotas de mercantilización y marketing del producto turístico alcanzadas en Nueva Orleáns son todavía desconocidas para muchos de nosotros, también el grado de destrucción que ha provocado la contradicción del modelo turístico-empresarial carece de parangón en otros lugares, aunque el esquema, como veremos, se repite. Mientras algunos empresarios invertían con éxito en la mercantilización del espacio urbano y conseguían, simultáneamente, el desembarco de una horda de borrachos aún más terrorífica que la de Barcelona y un puesto de trabajo arrastrado para los negros pobres, resulta que los intereses y presiones de otros empresarios habían llevado a un recorte en los gastos de mantenimiento de los diques que provocó que todo, incluidas las inversiones turísticas, se fuera al garete en un santiamén.

Un buen ejemplo de este tipo de pugna entre intereses capitalistas que tiene un especial interés para el estudio del fenómeno turístico es el conflicto entre elites urbanas[6]. Hay grupos poderosos en una ciudad o en una zona determinada cuyas inversiones están de algún modo «fijadas» al terreno (propiedades inmobiliarias, concesiones de peajes de autopistas, hoteles…). A estas elites les interesa proteger y rentabilizar sus inversiones y fomentar el turismo suele ser una buena manera de conseguirlo. Son las que han llevado a Barcelona a «morir de éxito» como repite Clos un día sí y al otro también.

Lo cierto es que algunos de los efectos de sus actuaciones pueden resultar beneficiosos para la población. Pueden, por ejemplo, impulsar la peatonalización de una zona urbana para promover el turismo, el comercio y la hostelería y, de paso, favorecer a los habitantes del barrio. En una ciudad muy contaminada, pueden presionar al ayuntamiento para que imponga restricciones al tráfico y conseguir así un aire más limpio para los turistas del que, naturalmente, respirarán también los residentes. En el campo, pueden conseguir que se mantenga intacto un cierto entorno rural con encanto, lo cual beneficiará también a los habitantes de la zona. Pero esas elites se ven obligadas a enfrentarse a otros grupos poderosos cuyos intereses están ligados a un tipo de inversión más volátil y que están dispuestos a esquilmar un filón para luego irse con la música a otra parte[7]. El ejemplo más obvio del conflicto es el del empresario hotelero de la costa a quien le gustaría ver la playa bien conservada, limpia y no muy llena y que ve cómo ciertos intereses inmobiliarios echan por tierra «su» paraíso, provocando la masificación del entorno y la fuga de los turistas con más recursos[8]. Esto explica la absurda paradoja de que tengamos que oír de boca de los empresarios del turismo agrupados en Exceltur algunas de las acusaciones más duras contra los abusos inmobiliarios y la implicación de los ayuntamientos en todo tipo de negocios turbios. Naturalmente, los de Exceltur tienen buena parte de razón cuando reivindican un turismo de calidad y arremeten contra la saturación de la costa. No obstante, no podemos dejarnos engañar: del mismo modo que en Nueva Orleáns los propios empresarios del ramo turístico, al tiempo que intentaban vender la imagen de la ciudad, presionaban para bajar los impuestos, para exprimir las arcas públicas a su favor y para recortar el gasto en cuestiones que consideraban -equivocadamente, como se ha visto- no directamente ligadas con sus intereses, los empresarios turísticos de aquí también ponen su granito de arena al desenfreno económico-inmobiliario que gobierna nuestro país cuando ello les beneficia, echan por tierra medidas como la ecotasa del gobierno balear, sabotean con sus actuaciones obtusamente empresariales sus propias inversiones y luego piden ayuda a las administraciones públicas para que inviertan en un turismo de calidad o para que los salve de la quiebra cuando llegue el momento. Es como si se pasaran la vida engordando y al tiempo acuchillando a la gallina de los huevos de oro, mientras la población contempla inerme sus desvaríos.

3- Otros casos más cercanos

En el Maresme, en la costa de Barcelona, la estrategia de caza del turista ha llevado a construir innumerables puertos deportivos (alguien debería echar la cuenta a ver si de verdad hay tanta gente con yate), que aportan un valor añadido al tradicional ocio playero. Pero los diques de los puertos interrumpen el transporte de arena por el litoral de manera que, al norte de los puertos, las playas crecen hasta convertirse en una extensa franja de desierto que el bañista se ve obligado a atravesar para llegar hasta el mar, mientras que, al sur de los puertos, las playas desaparecen sin más, de forma que las olas rompen directamente contra los taludes sobre los que se levanta el paseo marítimo, la vía del tren o la carretera nacional. Esto obliga a gastar un buen montón de dinero en restaurar las playas cada verano, transportando artificialmente arena de las playas donde sobra a las que falta[9]. Al margen de los innumerables perjuicios para el entorno, el habitante de las poblaciones con playas inexistentes que hubiera deseado empezar a bañarse, digamos, en abril o en mayo, se ve obligado a desplazarse a otra playa o a esperar a que quienes mandan declaren abierta la temporada de veraneo y repongan la playa que previamente se llevaron con sus delirios de estrategas del turismo.

En mi pueblo, un pequeño paraíso -semiexplotado aún- de la costa asturiana cuyo nombre no menciono para evitarle males mayores, hubo recientemente un proyecto de cambiar la calificación de zona rural y permitir la edificación de un número de viviendas que prácticamente triplicaba las existentes, con vistas, al parecer, a atraer turismo de Oviedo y del País Vasco (de donde, según reza la leyenda, afluyen los turistas con posibles dispuestos a comprar segundas, terceras y cuartas residencias). En un principio, la posibilidad de estar ante un caso de corrupción pura y dura parecía demasiado verosímil como para plantearse siquiera otras opciones. Sin embargo, lo grave de la situación es que, aun en el caso de que el alcalde de la capital del concejo, responsable último en materia de urbanismo, fuera un político limpio y sin tacha, la situación de bancarrota en que se encuentran muchos de los municipios anima, sin duda, a tomar medidas como esta para obtener ingresos por impuestos y tasas relacionados con la construcción y el sector inmobiliario. Afortunadamente, la presión de los habitantes del pueblo -incluidos los empresarios hosteleros y demás-, echó por tierra el proyecto urbanístico, tras haber tenido que soportar perlas de la retórica edilicia del estilo de «no podemos consentir que se coarte el derecho de los ciudadanos a la segunda residencia».

No han tenido tanta suerte otros pueblos de la costa occidental asturiana, uno de los pocos enclaves que se mantenía más o menos a salvo de las barbaridades que asolan otros litorales españoles, y que están viendo cómo avanzan las nuevas urbanizaciones, los campos de golf y una de las autopistas más caras e inútiles del Estado. También comienzan a proliferar los puertos deportivos: en la playa de mi pueblo el nivel de la arena ha bajado en un año cerca de un metro, dejando al descubierto rocas en mitad de la otrora limpia explanada de arena. Resulta que durante toda la primavera, a algunas millas mar adentro, una draga sacaba arena del fondo marino para restaurar la playa de Salinas, un municipio turístico cuya principal atracción había quedado destruida por una instalación turística más reciente: el puerto deportivo de rigor. Según los «expertos», una cosa no tiene nada que ver con la otra.

Así pues, que no nos vendan la moto del empresariado consciente y preocupado por la sostenibilidad, porque tal cosa no existe. En este punto, también el turismo se muestra como un espejo privilegiado para contemplar tendencias más amplias, en este caso, las del mundo empresarial: constantes quejas acerca de la falta de competitividad y de la necesidad de girar hacia productos con alto valor añadido, cháchara sobre la necesidad de una mayor inversión en I+D y, sobre todo, mucha, mucha petición de dinero público para que subvencione todas esas mejoras que ellos se niegan a financiar, al tiempo que se sigue presionando para conseguir una mayor liberalización y una enésima bajada de impuestos. A pesar de que sus beneficios crecen y crecen, los empresarios no reinvierten ni un duro[10], obsesionados como están con mimar al accionista, en un escenario en el que el capital financiero tiene la última palabra en gestión empresarial y en el que el vínculo entre incremento de beneficios y creación de empleo hace ya años que se reveló como una auténtica engañifa.

4- Turismo y sostenibilidad

Con un marco así, ¿cómo vamos a confiar en que el sector turístico cambie de rumbo, crezca sin minar el medioambiente y nos dé trabajo a todos? Bastante más probable resulta que la crisis siga profundizándose en todos los niveles, parcheada aquí y allá por las administraciones públicas. En un escenario de estancamiento económico global como el que vivimos, en el que hallar oportunidades rentables de inversión resulta cada vez más difícil, la posibilidad de que un exceso de fondos se dirija al entorno construido y termine produciendo una devastadora devaluación del patrimonio turístico «incrustado» en el terreno resulta cada día más probable. Y en este panorama de crisis económica y bancarrota de múltiples corporaciones municipales es en el que las actividades más depredadoras del medio ambiente, en buena medida relacionadas con el turismo, conviven con sorprendente armonía con un escenario de regulación y protección medioambiental como nunca antes había existido. El informe de Greenpeace Destrucción a toda costa resulta una lectura apasionante: nuevos hoteles en playas vírgenes que forman parte de parques naturales, ciudades de más de 15.000 habitantes que viven en buena parte del turismo y que siguen volcando sus aguas residuales al mar sin el tratamiento adecuado, campos de golf hasta en la sopa… Según la información obtenida vía satélite por el Corine Land Cover, el 34,2% del primer kilómetro de costa mediterránea peninsular ya estaba completamente urbanizado en el año 2000. Y es que, al margen de las innumerables molestias que acarrea para las personas la conversión de su lugar de residencia en una mercancía, lo cierto es que el modelo de desarrollo basado en el turismo es enormemente riesgoso y absolutamente insostenible. Según diversos estudios, cada plaza turística con una ocupación del 70% anual supone en un año el consumo de 45.000 litros de agua y de 1.913 Kwh de energía, la producción de 281 kg de residuos y la emisión de 803 kg de CO2. Si multiplicamos estas cifras por el número de plazas turísticas existentes (y no digamos ya si tenemos en cuenta las previsiones de crecimiento) el panorama es terrorífico. Basta pensar que en comunidades autónomas particularmente volcadas en el desarrollo del sector, los turistas son responsables de entre un 15% y un 20% del total del consumo de agua y energía y de la producción de residuos sólidos urbanos[11].

Y este coste medioambiental que la contabilidad nacional se empeña ciegamente en ocultar se ve acompañado de una radical falta de cumplimiento de las expectativas económicas que generan las más diversas estrategias turísticas. Como sucede en el caso de los macroeventos (Juegos Olímpicos, Exposiciones Universales, etc.)[12], las previsiones de efectos económicos positivos -creación de empleo, atracción de inversiones y demás- suelen resultar de un optimismo desaforado. Incluso en un caso «exitoso» como el del museo Guggenheim de Bilbao abundan las zonas de sombra. El museo abrió sus puertas en 1997 y sus defensores se ufanan de que, en tan solo tres años, los ingresos que se supone que ha generado para la Hacienda Vasca equivalen al coste del edificio. Pero es que ese coste es sólo un gasto más: la inversión a que obligan estas infraestructuras para mantener el flujo de turistas -el número de visitantes del museo experimentó en 2001 un importante retroceso- y los gastos en publicidad (que no deben ser menospreciados: una de las mayores instituciones culturales privadas de Madrid dedica un 80% de su multimillonario presupuesto a publicidad) deben seguir contabilizándose como costes.

Además, al margen del total desinterés que muestran los analistas por conocer los efectos redistributivos (si es que los hay) de la riqueza creada (si es que la hay), el principal efecto positivo que el Guggenheim iba a producir de manera automática según sus promotores era la revitalización económica de la ciudad: gracias a su supuesta capacidad para atraer nueva actividad económica, especialmente de servicios avanzados, el Guggenheim estaba llamado a convertirse en la locomotora del crecimiento económico bilbaíno, lo que no parece haber tenido lugar[13]. Por lo demás, las quejas acerca de la falta de conexión entre el Museo y el resto del tejido cultural y artístico de Bilbao se multiplican: no sólo no se ha engranado con la vida cultural de la ciudad sino que, además, absorbe una cantidad tan elevada del presupuesto que termina por perjudicar otras iniciativas culturales.

Y estamos hablando de un caso que pasará a los anales como un éxito. La estrategia municipal de contratar a uno de los arquitectos estrella (que, dicho sea de paso, se prestan encantados y sin el menor asomo de vergüenza a colaborar en estas farsas) es una vía hacia el éxito tan trillada que hace ya tiempo que sus cunetas están plagadas de carísimos fracasos. Con estos antecedentes, ¿cómo no mirar con estupor la decisión del consistorio de Getafe, una ciudad dormitorio del extrarradio madrileño, de contratar a Norman Foster para que levante un museo de la aviación? Parece que el «si quieres, puedes» ha calado hondo en la ideología por la que se guían los gobiernos urbanos.

Pero la preciada excepcionalidad, la unicidad que todos se afanan en conseguir, no es un objetivo fácil. Y cuando se consigue, exige una reinversión constante, de manera que habría que calcular cuánto de lo recaudado gracias a los turistas de yate se gasta en echar cada verano arena en las playas devastadas, qué parte de los dineros que se dejan los visitantes de Bilbao se destina a pagar exposiciones exitosas para llenar el Guggenheim, cuánto se gasta el Ayuntamiento de Barcelona para lograr que la afluencia de turistas se adecue a la oferta hotelera de la ciudad… De hecho, «un informe del Consejo Económico y Social de España revela que, en 2004, el presupuesto necesario para mantener toda la infraestructura turística -aeropuertos, hoteles, playas…- superó en un 25% a los ingresos producidos por un sector cada vez más marcado por la constante caída de la rentabilidad»[14].

En definitiva, ya va siendo hora de que desmontemos de una vez por todas ese engañoso discurso, tan propio del Nuevo Laborismo, que afirma que creciendo, incrementando la competitividad y aumentando el beneficio empresarial todos saldremos ganando[15]. Si la idea es ridícula en general, cuando se trata de aplicarla al modelo de desarrollo económico basado en el turismo resulta desternillante; qué posibilidad de mejorar el nivel de vida de los más desfavorecidos hay en la ciudad turística cuando, por ejemplo, la Comunidad de Madrid posee el 40% de las acciones del Parque de la Warner (que en tan solo dos años y medio ha acumulado unas pérdidas de 50 millones de euros) y pide, en cambio, ayuda a inversores privados para construir nuevos hospitales; cuando el Ayuntamiento de Madrid, obsesionado con el modelo Barcelona y dispuesto a todo con tal de captar visitantes, se gasta, 10 millones de euros en comprar por cinco años los derechos del Masters Series de tenis e invierte una suma colosal en remodelar el rockódromo para que aloje los partidos temporalmente hasta que esté listo el centro de tenis que se levanta por 140 millones al sur de la ciudad, todo ello a la vez que abandona el deporte de base y deja en manos privadas las tareas de expropiación y rehabilitación del barrio de Tetuán.

Y no es sólo que con estos compromisos de gasto no puedan destinar fondos a ayudar a los que lo necesitan; es que, además, para lograr un espacio social más justo no sólo hay que ayudar a los de abajo, también es imprescindible limitar el éxito de los de arriba y coartar los desarrollos endógenos de la ciudad turística, ya que tanto el turista como el rico resultan perjudiciales en sí mismos. Como dice Ray Pahl, «las ciudades de éxito son bestias mucho más peligrosas, no tanto por lo que les hacen a los pobres, sino por las oportunidades que ofrecen a los ricos de provocar más daños»[16]. Del mismo modo que los ingresos de los ricos contribuyen a inflar los precios de los activos inmobiliarios y los servicios, también los turistas favorecen el encarecimiento de mercancías de las que debe servirse toda la ciudadanía; tanto los ricos como los turistas propician la creación de servicios privados, que redundan en el abandono de lo público; tanto el rico como el turista «de calidad» (etiqueta tras la que suele ocultarse la proliferación de puertos deportivos y campos de golf) dejan tras de sí una huella ecológica mucho más profunda que la de la media de la población y, en definitiva, tanto unos como otros incrementan la polarización social.

Publicado en Archipiélago nº 68, noviembre de 2005


[1] Al margen de los aspectos culturales o simbólicos del fenómeno turístico, lo cierto es que su vertiente económico-delictiva suele resultar apasionante. Como muestra, el caso de Marina d’Or: la empresa ganó recientemente el concurso para levantar una urbanización de veinte millones de metros cuadrados en el entorno del parque temático Mundo Ilusión. Pues bien, varios de los concejales de los municipios en cuyos plenos se ha votado la adjudicación están «vinculados laboralmente» con esta empresa del sector del ocio (cf. El País, suplemento Comunidad Valenciana, 17-19 de septiembre de 2005).

[2] Cf. Jesús Ibáñez, Para una sociología de la vida cotidiana (Madrid: Siglo XXI, 1997), p. 7.

[3] Cf. Maurice Roche, «Mega-events and micro-modernization: on the sociology of the new urban tourism», British Journal of Sociology, vol. 43, nº 4, diciembre de 1992.

[4] Cf. Por cuatro duros. Cómo (no) apañárselas en EE UU, Madrid: RBA, 2003.

[5] Estos y otros datos sobre Nueva Orleáns están extraídos de Kevin Fox Gotham, «Marketing Mardi Gras: Commodification, Spectacle and the Political Economy of Tourism in New Orleans», Urban Studies, vol. 39, nº 10, pp. 1735-1756, 2002.

[6] Una explicación excelente de este tipo de conflictos aparece en John R. Logan y Harvey L. Molotch, Urban Fortunes, Berkeley: University of California Press, 1987.

[7] En este sector del empresariado, bastante más destructivo en términos generales, es en el que rigen los tres principios básicos del capitalismo: «Ave de paso, cañazo»; «el que venga detrás, que arree», y «tente mientras cobro».

[8] La situación es de locos: el Plan Territorial de la Costa del Sol permite triplicar la oferta de alojamiento hasta 2015, mientras el descontento de los turistas ante la creciente masificación del litoral aumenta cada día: según un estudio reciente un 25% de los visitantes se plantea abandonar la zona y un 10% lo hará seguro.

[9] La situación se repite en casi todo el litoral mediterráneo; cf. Greenpeace, Destrucción a toda costa. Informe sobre la situación del litoral español, julio de 2005, www.greenpeace.es.

[10] Hasta el FMI ha advertido recientemente de las tasas «inusualmente bajas» de inversión por parte de empresas que están viendo cómo sus beneficios experimentan un «fuerte crecimiento» (cf. El País, 15 de septiembre de 2005, p. 64).

[11] En los destinos típicamente turísticos, los excesos de degradación medioambiental y el descenso de calidad de vida de los habitantes -fenómenos asociados a la congestión- tienen mucho que ver con «una asignación de precios demasiado bajos de los servicios turísticos, al no incluir las infraestructuras públicas y los costes ambientales asociados al desarrollo del sector» (Diego Azqueta Oyarzun y José María Casado Raigón (coord.), Estudios sobre política ambiental en España, Madrid: Consejo General de Colegios de Economistas de España, 2002).

[12] Un análisis más detallado de los macroeventos y de la falta de cumplimiento de las expectativas que generan aparece en mi «Poco pan y mucho circo. El papel de los macroeventos en la ciudad capitalista», Archipiélago, nº 62, pp. 69-80, septiembre de 2004.

[13] Cf. María V. Gómez y Sara González, «A Reply to Beatriz Plaza’s ‘The Guggenheim-Bilbao Museum Effect'», International Journal of Urban and Regional Research, vol. 25.4, diciembre de 2001.

[14] Greenpeace, Destrucción a toda costa, cit., p. 9.

[15] Resulta irónico que el principal impulso de este tipo de discursos que pretenden vincular competitividad y justicia social proceda, fundamentalmente, de Inglaterra, donde la polarización social está aumentando de tal modo que hasta un indicador tan básico como el de esperanza de vida ha sufrido una divergencia radical en función de la renta en los últimos diez o doce años; de hecho, «lejos de producirse una reducción de las desigualdades con el último gobierno laborista, la brecha entre ricos y pobres ha aumentado aún más rápido desde 1997» (Ray Pahl, «Market Succes and Social Cohesion», International Journal of Urban and Regional Research, vol. 25.4, diciembre de 2001, p. 880).

[16] Ibíd., p. 881.

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