Algunas representaciones e intervenciones contraculturales llaman la atención sobre la seguridad, en torno a la que cada vez más se yergue un peligroso e inseguro consenso.
A pesar de que la seguridad no sea actualmente el tema de moda en los debates electorales o en las preocupaciones testadas por el CIS, en nuestras ciudades se observan signos de la obsesión creciente por proteger la propiedad privada (vallas, cámaras y conserjes en urbanizaciones cerradas) y de la extensión capilar de la cultura de la seguridad en los espacios públicos.
En esta época del reclamo de la “seguridad para defender nuestras libertades”, tras los atentados de París, se ha publicado el libro Enclaves de riesgo. Gobierno neoliberal, desigualdad y control social, coordinado por el Observatorio Metropolitano de Madrid. Se trata de un abordaje del auge de la seguridad no tanto desde el enfoque habitual del recorte de libertades como desde la perspectiva de su relación con las desigualdades.
La pérdida de derechos sociales, acompañada de la creciente individualización de las biografías, es sustituida por la protección policial y por la asunción de precauciones hacia los demás y hacia sí misma por parte de la ciudadanía. Esta protección y autoprotección debe leerse como un eficaz modo de gobierno en el que participa tanto el ministro del Interior como Antonio, el vecino del quinto. Y, como bien define el Diccionario de las periferias de Carabancheleando refiriéndose a este vecino –pequeño especulador, xenófobo y de natural desconfiado–, “Antonio somos todos”.
Todo empezó con la difusión de la ideología de la prevención. La prevención fue un concepto empleado en la intervención social y el movimiento vecinal de los años 70 y 80 como respuesta alternativa a la represión policial sobre los sujetos marginados de la época (jóvenes periféricos, toxicómanos, etc.).
La confluencia entre las demandas vecinales de mayor presencia policial (“policía de proximidad”) ante la crisis de inseguridad motivada por el paro y la heroína, y la introducción de nuevas corrientes criminológicas anglosajonas en la gestión policial, hizo emerger la prevención de la inseguridad ciudadana en la década de los 90 como la piedra angular de las políticas públicas en nuestras ciudades. Esa prevención funciona anticipándose a los fenómenos a partir de la evaluación de riesgos, pero sin acudir a las causas estructurales de la delincuencia y “predelincuencia”, sino centrándose en las situaciones concretas del delito y en el “análisis de oportunidades” de los delincuentes. Es así como la prevención social quedó reducida a “situacional”.
Orwell no estuvo aquí
La seguridad preventiva no puede leerse desde lecturas simplistas y conspiranoicas: no vivimos en el 1984 de George Orwell, no hay un plan. Por el contrario, la prevención es participativa, y no sólo a través del préstamo voluntario, transparente y alegre de nuestras opiniones y datos en internet, sino mediante nuestra implicación cotidiana en el control de nuestros espacios de vida, en los que levantamos fronteras físicas y relacionales y colocamos cámaras electrónicas y psicológicas a partir de los recelos vecinales tejidos de desigualdades. Como afirma el poeta David Eloy Rodríguez, “el problema ahora es que hay muchos vigilantes y pocos locos. El problema ahora es que la jaula está en el interior del pájaro”.
Las jaulas en forma de gestión preventiva de la (in)seguridad objetiva y subjetiva se expresan en muy distintos ámbitos y por muy diversos actores. El primero y más evidente es la gestión policial del espacio público. Los datos permiten construir cartografías urbanas de riesgos que redundan en una gestión de los efectivos policiales más eficiente en tareas de prevención presencial. El grupo Pony Bravo nos invita a visitar la orilla del Guadalquivir, Turista ven a Sevilla, tranquilizándonos al advertir que la policía vigila la noche. La disuasión del coche patrulla en el parque donde los chavales hacen botellón se combina con la burorrepresión vía ordenanzas de civismo o los controles de identidad selectivos: se apela al cálculo racional en pro de los propios intereses individuales –¡como buenos homo economicus que somos!– para que nos marchemos o nos invisibilicemos si no queremos ser sancionados. Planes como el de Seguridad de Lavapiés, que refuerzan la hiperpresencia policial con el respaldo de algunas asociaciones de vecinos y comerciantes, se complementan en las áreas más golosas para el mercado con la videovigilancia. Esta transparencia mediante los datos y las imágenes permite resolver delitos, pero sobre todo busca disuadir su comisión y expulsar “por su propia voluntad” a aquellos cuerpos y aquellas prácticas que por su escaso valor de mercado serán objeto de sospecha por parte de las fuerzas de seguridad. Sonríe, te están grabando o Camarón contra las camarillas, del colectivo Un Barrio Feliz, fueron campañas de guerrilla de la comunicación que trataron de evidenciar el panóptico callejero en el que se convirtió Lavapiés a partir de 2010 en pleno proceso de gentrificación.
Las instituciones de Policía local han comprendido que la seguridad excede al trabajo policial. Pero en lugar de dejar hacer a otros agentes, como las propias comunidades o los profesionales de la intervención social, el modelo de gestión contemporáneo los pone a trabajar y va insertando a la propia policía y sus lógicas en esos ámbitos. Los agentes tutores o los policías mediadores constituyen nuevas figuras policiales en los colegios o en los tejidos asociativos de los barrios. Documentales como Tolerancia cero muestran cómo en Estados Unidos la policía es usada cada vez más en la prevención y resolución de conflictos meramente escolares, aunque el documental es menos crítico con la intervención de los agentes tutores en España. Del mismo modo, los consejos distritales de seguridad tratan de implicar a las asociaciones vecinales en la gestión de la seguridad de los barrios, pero no como agentes autónomos de prevención, resolución y mediación, sino como radares de problemas y meros clientes del servicio policial que piden cuentas de su eficacia.
No obstante, no sólo la policía construye y gestiona la ciudad del riesgo. También urbanistas, arquitectos y vecinos producimos verdaderas obras de arte y pequeñas artesanías securitarias. El arquitecto griego Stavros Stavrides designa como “enclaves” las islas acotadas por muros en el archipiélago que es la ciudad neoliberal, islas que flotan en un mar, el espacio público, cada vez más sometido a la excepción securitaria. Como narra la película La zona, estos espacios residenciales y comerciales tienen sus propias reglas, allí se ponen en suspenso incluso normas y leyes de rango superior.
Estos enclaves tienen sus propias reglas, allí se ponen en suspenso incluso normas y leyes de rango superior.
Rodeadas por vigilantes, muros, vallas, rejas y pinchos, fuera de estas zonas se talan “arbustos criminógenos” y se plantan farolas que combaten la oscuridad, superficies resbaladizas o irregulares que impiden estar e impelen a pasar, cactus y chorros de agua que ordenan los cuerpos y los espacios comunes a partir de los principios de la prevención situacional. Es así como se hacen más fáciles unos usos que otros, unas presencias que otras. En ocasiones se apela a urbanistas progresistas, como Jane Jacobs o Francesco Tonucci, para reforzar la vigilancia natural del espacio común, si bien recontextualizando sus ideas sobre la autogestión comunitaria de la seguridad en un nuevo modo de gobierno que sustente el orden social desigual. Y sin florituras intelectuales, las propias comunidades de propietarios, e incluso de vecinos, construyen con más o menos recursos las ciudades dentro de la ciudad. Es así como va proliferando el arte de las bellas vallas, esas que Leónidas Martín documenta en su blog Leodecerca. Aparte de la visibilización en los últimos años de esta arquitectura hostil, algunas acciones, como #ArreglaTuMarquesina (tuneo de los asientos anti-sinhogar de las paradas de bus en Madrid), han buscado intervenirlo para hacerlo más habitable.