«El discurso de guerra implica una polarización ‘ellos-nosotros’ que es un sinsentido»

Hablamos con Laurent Bonelli, profesor de Ciencia Política (Universidad de Paris x Nanterre), sobre la situación en Francia.

PUBLICADO EN LA EDICIÓN IMPRESA DEL PERIÓDICO DIAGONAL DEL 05/01/16

bonelliNada provoca más miedo, nada justifica mejor una escalada securitaria, que los azotes del Daesh en Occidente. Cualquier espacio cotidiano (tren, metro, concierto, café…) se convierte en un potencial espacio de muerte. Si el miedo al otro ya inundaba las ubanizaciones cerradas, el miedo al otro yihadista inunda la vida entera. Conversamos con el sociólogo francés Laurent Bonelli, estudioso de la relación malograda entre la juventud de las banlieues y las instituciones francesas.

Recientemente se ha publicado el libro ‘Enclaves de riesgo’, en el que aparece un texto tuyo dedicado al disciplinamiento de los jóvenes de las periferias francesas y su deriva securitaria. ¿Por qué ligas derechos y empleo con el asunto de la seguridad?

Es totalmente artificial separar la seguridad de la cuestión social. Existe un estrecho vínculo entre la inseguridad existencial y los pequeños desórdenes urbanos. En la sociedad fordista, los desórdenes característicos de la juventud (violencia, pequeños robos, vandalismo, etc.) se regulaban en su mayoría a través de la integración en el mundo de la fábrica. Con el paso de los años la integración profesional permitía “sentar cabeza”, como se decía entonces. Hoy ya no es el caso. La precariedad, las discriminaciones o el desempleo masivo que experimentan hoy muchos jóvenes de las periferias francesas les impide encontrar esta estabilidad y favorece la permanencia de los desórdenes juveniles. Además, estos jóvenes son percibidos de manera diferente que en el pasado. Los viejos obreros no reconocen en las nuevas generaciones sus herederos. Su mundo se ha deshecho y estos jóvenes encarnan de manera especialmente visible este declive colectivo. Todo ello genera un repliegue en el espacio doméstico y un malestar profundo que los politólogos analizan de manera sesgada como “sentimiento de inseguridad” y que los políticos usan en sus campañas par intentar reconquistar un electorado masivamente abstencionista.

“La violencia política es un proceso relacional”

Los atentados de París de la noche del 13 de noviembre de 2015, así como el ataque a la revista Charlie Hebdo o al museo judío belga, han tenido como protagonistas a jóvenes franceses, na­cidos y educados en Francia, y no a terroristas llegados de otros países. ¿Qué condiciones han hecho posible que jóvenes de barrios periféricos cometan actos de una extrema violencia en sus propias ciudades?

Es cierto que varios de los autores de estos ataques presentan unas trayectorias parecidas: intervención precoz de los servicios sociales, escolaridad técnica, sociabilidad callejera y delictiva y por fin encarcelamiento. Todos comparten una visión del islam compuesta de combatientes convertidos en héroes (los muyahidines), hazañas y escenarios lejanos de conflicto. De hecho, varios viaja­rían a esos destinos (Siria, Pakistán, Afganistán, Yemen). La pro­pa­ganda, las pré­dicas y las es­tancias iniciáticas les proporcionan una representación del mundo bastante simple que reúne en un todo coherente su experiencia concreta de la dominación, de la discriminación, la que sufren otros pueblos (en Mali, en Chechenia, en Palestina, etc.) y un gran relato civilizatorio que designa a los judíos y a los infieles como responsables de todos esos males. Esta concepción de la religión es fácil de asumir, dado que es al mismo tiempo una toma de conciencia (de su situación) y una liberación, que le ofrece a la rebeldía un ideal más ‘elevado’ y universal que la delincuencia y la marginalidad.

Sin embargo, estas características no son sólo las de unos individuos que han cometido atentados, sino las de decenas de miles de jóvenes. De ahí la gran ingenuidad de buscar perfiles. El uso de la violencia en política (en tiempo de paz) concierne a muy pocas personas, y no sale de la nada. Hay que dibujar sus genealogías –la guerra civil argelina juega sin ninguna duda un papel en los últimos atentados– y entender las dinámicas propias de las trayectorias de estos individuos, sin nunca olvidar el papel de las autoridades públicas (y particularmente de la policía y de la justicia): la violencia política es un proceso relacional.

Los ataques yihadistas están siendo usados por los gobernantes para mostrar músculo ante la opinión pública en forma de respuestas represivas bélicas. En este sentido, el discurso del Frente Na­cional parece marcar el paso desde hace años en la política francesa. ¿A qué verdad apela Marine Le Pen que ha atraído a tantos franceses?

Los atentados que experimenta Europa desde el principio de los años 2000 son terribles. Pero en ningún caso han desestabilizado los Estados. Los servicios de inteligencia, la policía y la justicia han hecho su trabajo, generalmente de manera eficiente. Los autores y sus cómplices han sido neutralizados o arrestados rápidamente. En vez de felicitarse por ello, el Gobierno francés usa un discurso bélico, o peor aún, de guerra de civilizaciones. Marine Le Pen no puede pedir más… Ni siquiera tiene que decir nada, si el propio Gobierno socialista señala el “islamismo radical” como enemigo.

El discurso de guerra implica una polarización (entre “ellos” y “nosotros”) que es un sinsentido en materia de violencia política. Dos discursos simétricos se enfrentan: el de las autoridades (“o están con nosotros o están con los terroristas”) y el de las organizaciones armadas (“o están con nosotros o son malos musulmanes, nacionalistas, revolucionarios, etc.”). Ahora bien, la “relación terrorista” no incluye a dos participantes, sino a tres. El enfrentamiento entre los dos primeros se realiza ante la mirada por lo general indiferente del grueso de la población, que ocupa una posición de espectadora a través de los medios de comunicación. Este distanciamiento constituye precisamente la condición de la no extensión de la violencia, particularmente cuando los grupos radicales no disponen de bases sociales o territoriales fuertes. Pero la presión que se ejerce para desembocar en condenas unánimes, las vejaciones y las humillaciones (tales como las que se pueden observar en los registros que se llevan a cabo con el estado de emergencia) pueden, por rechazo, incitar a una minoría de esos espectadores a unirse a los objetivos, o incluso a las filas, de las organizaciones que están en el punto de mira.

¿Qué puede desactivar el dispositivo securitario en forma de guerra y miedo que se ha apoderado de la vida cotidiana en Francia?

Es difícil de momento, dada la unanimidad política sobre este tema. El problema con las medidas descritas como “excepcionales” tomadas en momentos de crisis es que no hay vuelta atrás. El caso de Irlanda del Norte o de Italia de los 70-80 lo demuestran muy bien. Se convierten en la manera normal de gestionar una determinada situación. ¿Quién será el político francés que tendrá el valor de no activar el estado de emergencia después del próximo atentado? Por tanto, no estamos frente a un estado de excepción. Para la mayoría de la gente, nada cambia, y es la razón por la cual estas medidas pueden existir y recibir un cierto apoyo. La excepción concierne sólo a ciertos grupos, definidos por su “peligrosidad”, y por extensión unos medios cercanos a ellos. Vivimos dentro de regímenes liberales con bolsas de excepcionalismo. Eso dificulta la mo­vilización más allá de las orga­nizaciones tradicionales de defensa de los derechos humanos. Por eso hay que mostrar que además de discriminatorias, estas políticas son inútiles y, peor aún, contraproducentes. En efecto, participan de la radicalización de gente que no lo estaba y difunden un visión del mundo social dividido entre musulmanes y no musulmanes. Una división que defienden tanto los neoconservadores norteamericanos y la extrema derecha europea como el Estado Islámico y los grupos yihadistas…

 

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